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La Tragedia de Vivir como Víctima: La Incongruencia que Destruye el Alma

La vida, en su complejidad inmensa, es una danza constante entre la alegría y el sufrimiento, entre el logro y la pérdida. Pero hay una condición humana más peligrosa que la tragedia en sí: asumir el rol de víctima como identidad permanente.


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Ser víctima no es un estado temporal, es una construcción mental que, cuando se internaliza, se convierte en prisión emocional, espiritual y biológica. Lo verdaderamente trágico no es el dolor en sí, sino lo que el dolor le roba al ser humano: la capacidad de acción, la creatividad, la autonomía. La víctima no elige su destino, se convierte en un efecto pasivo de circunstancias pasadas. Deja de ser causa y se transforma en reflejo. Y allí comienza el declive.

En el corazón de la víctima no solo hay sufrimiento, hay algo más devastador: impotencia aprendida. La persona deja de luchar porque ha aprendido que su dolor le brinda atención, comprensión, cariño. Desde pequeños, muchos aprenden que enfermarse atrae afecto, que fracasar genera consuelo, que no tener éxito es sinónimo de recibir más atención. Así se forma una idea inconsciente, muchas veces alimentada por los propios padres o educadores: “si me va mal, me querrán más”.


Esa es la semilla de la personalidad de víctima. Una personalidad que en su raíz es una estrategia de supervivencia infantil, pero que en la adultez se convierte en un modo de vida destructivo. Y lo más incongruente es que la sociedad muchas veces refuerza ese papel, etiquetando a la persona únicamente por su trauma, por su dolor, por su pasado. La víctima es entonces doblemente atrapada: por su historia, y por quienes la identifican solo a través de ella.


La verdadera tragedia está en que esta identidad vistísima corroe la dignidad humana, distorsiona la percepción de uno mismo y encierra a la persona en una narrativa de fracaso justificado. La víctima encuentra consuelo en no ser responsable, en no tener que intentar. Es más fácil decir “no pude” que “no quise”. Más cómodo asumir que el universo está en contra que admitir que el miedo paralizó.


Y así, como quien sin querer se suicida lentamente, la víctima se aísla. Pierde contacto con los demás, porque su dolor se vuelve su lenguaje. El rencor crece. La culpa es del otro, del sistema, de la vida. La persona ya no busca cambiar; busca confirmar que su tragedia justifica su estancamiento. Y esa es una forma silenciosa de autodestrucción.


Pero hay salida. Porque el espíritu humano, aunque frágil, es también resiliente. La congruencia comienza con una decisión: dejar de justificar el dolor y empezar a responsabilizarse por lo que sí se puede cambiar. El pasado no se borra, pero la narrativa interna se puede reescribir. Recuperar la causatividad personal, recuperar la dignidad de ser autores de nuestra vida, no espectadores de nuestro sufrimiento.


Esto exige valentía. Exige renunciar al consuelo del fracaso y abrazar el riesgo de sanar. Porque sí, sanar también da miedo. Sanar implica renunciar al personaje de víctima y atreverse a vivir sin excusas. A veces eso es más aterrador que el mismo dolor.


Por eso, educar en la conciencia, desde la infancia, es clave. Enseñar a los niños que la enfermedad no es un camino hacia el afecto. Que el fracaso no es una vía para obtener atención. Que el amor no debe venir como premio al dolor, sino como expresión constante del respeto a su dignidad.


No nacimos para ser víctimas. Nacimos para evolucionar. Y la verdadera congruencia empieza cuando dejamos de definirnos por lo que nos pasó… y comenzamos a transformarnos por lo que decidimos ser.

 
 
 

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